lunes, 28 de junio de 2010


Lo que cuento a continuación ocurrió en el verano del 75 (cinco meses antes de que muriera Franco).
Tiene mucho que ver con lo que ha surgido ahora en el barrio Fidiana de Córdoba (salvando las distancias) en cuanto que es un arte reclamado por el pueblo (ya no se usa esta palabra, pero me sigue gustando) y que lo hace suyo.


   AQUEL VERANO 
de BOCETOS DE MEMORIA

            Aquel verano no pisé la playa.
            A pesar de ser natural de Alicante  y vivir a menos de cinco minutos de la costa ni me acerqué. Mi realidad estaba a miles de kilómetros del veraneo.            
           
En realidad el veraneo es cosa de la gente del interior. Los veraneantes - y después los turistas - venían a ocupar un espacio que, de niño, lo sentía como propio: el puerto, las rocas del rompeolas, la playa, eran lugares de correrías, aventuras y juegos. Ya de adolescente fue de paseos, encuentros, venturas y desventuras. Siempre con la sensación de que nos invadían, de que poco a poco o de un día para otro, masas de cuerpos pelándose de sus quemaduras o bloques de cemento en alturas desproporcionadas, ocupaban el espacio que un día fue de libertad – aunque fuera vigilada-.

            El caso es que después de vivir en el convulso Madrid de inicios de los setenta – con estancia de setenta y dos inolvidables horas en los sótanos de la Dirección General de Seguridad-, empezar a mantenerme de mi trabajo, empezar la carrera llamada de Bellas Artes, abandonarla y tener vivencias de todo tipo; contradictorias, aunque siempre intensas; el volver a Alicante fue un poco derrota y otro poco necesidad. El mar seguía allí, pero esa no era ya mi ciudad; porque, no es que hubieran cambiado algunas calles y millas de litoral, es que yo era otro.

            Vivía en un piso alquilado en la Colonia Santa Isabel. De allí salía temprano a trabajar con Remigio Soler, pintor, escultor, constructor de fogueres y lo que hiciera falta para mantener a su familia. Con él aprendía a la manera de los talleres antiguos, más que en la Escuela (por muy Superior que fuera) de BB. AA.. En ese piso hacía algún encargo y trataba de encontrar un estilo; venía algún amigo y se me fue la chica que me enseño a gozar; de allí salía para ensayar con el grupo de teatro independiente y allí se produjeron los primeros encuentros de la que ha sido la mujer de mi vida; pero eso fue después.

Era mi torre de marfil; aunque estuviera en un barrio dormitorio, con todos los problemas típicos de esos lugares.  De construcción reciente, la inmobiliaria mantenía aún las oficinas con una preciosa maqueta del proyecto inicial en el escaparate: piscina, jardines, servicios diversos... Pero no se dieron cuenta que la clase media y los turistas estables buscaban vistas al mar y aún quedaban trozos de costa por estropear. El terreno en que levantaron la urbanización era de una desolación dramática, como si hubiera sido arrasado por algún desastre; ni un triste arbusto en una tierra salitrosa, plana, que permitía ver la ciudad a lo lejos, adivinando apenas la línea del horizonte azul brumoso; al otro lado montañas también azules por la distancia. En la mitad del llano, como un castillo del infierno, se erguía la cementera; siempre humeante, funcionando a tope en turnos ininterrumpidos para mantener el incesante crecimiento de bloques junto a las playas. Allí trabajaban gran parte de los que compraron pisos.

 La constructora no consideró necesario dejar bonita la urbanización si se estaba llenando de obreros. Y no era sólo un problema de falta de alumbrado, de calles polvorientas o de estética, es que en el pozo negro donde se acumulaban los residuos sin canalizar se cayó un niño y se ahogó. Esa fue la chispa que encendió la indignación contenida. Los vecinos cortaron el tráfico de la carretera para llamar la atención de sus problemas.

Aquel terreno estaba fuera del término municipal de la capital y le correspondía mantener el orden a la Guardia Civil  en aquellos días poco civilizada, que recibió y cumplió las ordenes a rajatabla. Muchos de los manifestantes quedaron peor que si hubieran sido atropellados por un camión. Pero las asambleas continuaban, se producían espontáneamente, en las tiendas, en los bares, en el rectángulo desierto que hacía las veces de plaza.

Allí, alguna mujer, tuvo la idea - han atacado a los hombres, pero no se atreverán con nosotras.

La primera manifestación había sido exclusivamente de hombres porque, en aquella época, el feminismo no había calado demasiado en la clase obrera. En la manifestación siguiente fueron las mujeres las que tomaron la carretera. El desconcierto de los Civiles fue absoluto, ya que ellos, al fin y al cabo, eran hombres de campo, no eran como los bobis, acostumbrados a aguantar las embestidas de niñas histéricas, ni eran gendarmes del mayo francés con gases lacrimógenos unisex, ni siquiera eran los grises, curtidos ya en reprimir a estudiantes/as. En el mundo rural la mujer tenía su sitio. Aquellas manifestantas podían ser sus madres o sus hermanas. Ante las órdenes se plantaban en jarras con todos sus reaños y no había tricornio que se atreviera a moverlas.

Se repetían las manifestaciones y el caso estaba teniendo más trascendencia de la que podían soportar las autoridades. Las órdenes se hicieron más tajantes y la resistencia de las dueñas más feroz. Hubo sartenazos, estruendos y carreras; pero aunque alguna fue detenida no se cortaba su empeño, porque no había cabecillas y los partidos políticos estaban demasiado ocupados en reuniones de célula o congresos clandestinos, pero sin enterarse de la misa la mitad.

Al final el Gobernador, el propietario de la constructora, el Ayuntamiento del pueblo en que estaba el terreno, todos los poderosos tuvieron que ceder ante tanta firmeza y empezaron a conseguirse mejoras.
A todo esto yo subía y bajaba de mi torre de marfil sin saber muy bien qué podía hacer. En junio me fui a Madrid para reiniciar la carrera por libre. Ante la imposibilidad legal de examinarme de las dos especialidades: escultura y pintura, opté por la primera. En el viaje de vuelta a Alicante, pensando qué hacer durante el verano, surgió la idea con una rotundidad absoluta. Sin el más mínimo titubeo fueron apareciendo los dibujos de lo que sería un monumento a las mujeres de la Colonia Santa Isabel.

Conseguir un bloque de más de media tonelada de la estupenda piedra de Villena fue más fácil de lo que suponía. Puse dibujos y carteles, informando de lo que iba a tallar, en bares y tiendas, junto a botes para la voluntad. En cuanto llegó el camión y soltó la piedra en el centro de la plaza empecé a desbastar. Pero mi entusiasmo inicial se derrumbó en cuanto me di cuenta del compromiso en que me había metido. Mi experiencia escultórica se limitaba al modelado, a la ayuda en las tallas de madera de mi maestro y a dos ejercicios  en calizas de pequeño formato en los exámenes. Aquella piedra parecía crecer cada vez que la atacaba con el puntero; esa dureza no la había experimentado nunca; las herramientas se chafaban y tenía calambres en los antebrazos.

Pero el barrio respondió estupendamente. De los botes recogía mucho más de lo que podía suponer, en el bar me invitaban, las mujeres me paraban por la calle a contarme su lucha, los niños me seguían como si fuera un torero. Notaba respeto y admiración a mi alrededor. Y una pareja de la Guardia Civil se apostó bajo el sol mientras trabajaba, para ver qué salía de esa piedra. Ya no había vuelta atrás, tenía que sacar algo de esa mole.

Y fue saliendo. Reinventé la técnica. Sobrepasaba el límite del cansancio y del calor. Ya todas las exquisiteces del arte y la palabrería política se verían de otra manera. La materia y los hechos son rotundos y reales cuando se prueba uno en ellos. Fue lo iniciático  a un mundo posible; que pareció posible hasta que los administradores de los sueños posibles encauzaron las voluntades.
Aquello fue, para aquel barrio obrero, un símbolo de su dignidad. Todos entendieron perfectamente aquel arte, que era suyo y era necesario. Junto a la piedra se reunían y hablaban, se hablaba de arte, de política, de costumbres, se filosofaba; y yo aprendía, porque se hablaba de otra manera a lo que estaba acostumbrado, con los pies en la tierra y la cabeza limpia.

De vez en cuando, como para justificar su presencia, la pareja se acercaba y, como pidiendo un favor, nos pedía que nos disolviéramos, que no podían permitir reuniones públicas. La gente se dispersaba un poco, yo reanudaba el trabajo y poco a poco volvían a juntarse. Al final, los Civiles, se hacían los despistados. Terminado su turno al atardecer, la plaza polvorienta se convertía en un ágora acogedora.

A pesar de lo mucho que se hablaba y la confianza que reinaba, nadie me pidió que cambiara lo más mínimo mi idea. El tema no era en absoluto panfletario, no necesitaba que fuera explícitamente reivindicativo, porque lo constituía el acto en sí. El tema: una maternidad; aparentemente banal. Su tratamiento es lo que estaba lleno de un dramatismo primigenio; porque no se trataba de una mamá grácil o tierna. Era una figura sólida en la acción congelada – eternizada – de parir. Y, como en una imposible radiografía pétrea, viéndose el niño protegido en su posición fetal. La cabeza apoyada en el hombro con la ambivalencia de la fuerza y la dulzura. Los miembros seccionados para centrar la atención en el fragmento esencial. O por lo menos eso era lo que figuraba en los dibujos y lo que tenía que conseguir.
Y lo conseguí. Metido ya en agosto seguía siendo un pedrusco amorfo. Pero a partir de un buen día el desbastado de puntero dio paso a las gradinas, bujardas, escofinas y lijas. A pesar de no disponer de ninguna máquina que me facilitara el trabajo, conseguí toda una gama de texturas. Y disfrutaba como nunca.

A primeros de septiembre se inauguró. Con el grupo de teatro independiente ALBA 70 pusimos en escena El retablillo de Don Cristóbal, que fue todo un éxito. Ni me acuerdo de donde sacamos tiempo y medios; supongo que muchos ayudaban. Porque las subvenciones en aquellos momentos no sólo es que no existieran, sino que era mejor no decir nada, no fueran a prohibirlo. Los que hicieron bien el ridículo fueron todos los partidos demócratas y revolucionarios. Estaban más preocupados de coger posiciones dentro de las Plataformas, Juntas o Platajuntas que de lo que realmente ocurría en la calle. Y cuando se enteraban todos querían apropiárselo y ponerse a la cabeza para figurar. Me enteré de las reuniones de urgencia y de las difíciles negociaciones para determinar quién hablaría y cuál sería el comunicado para el acto de inauguración del monumento. Todo para nada, porque no les dejaron hablar, les dijeron a la cara que no les conocían, que ese no era su barrio, que no querían ser utilizados.

En aquel verano del 75 creí posible que existiera un pueblo que no fuera masa para ser con-formada; que la cultura popular no se quedara en pop, que el público no se limitara a estar expectante sobre el culo, es decir,  en especta-culo. Todo eso y muchas cosas más  parecían posibles cuando el poder de los militares carpetovetónicos estaba dando sus últimos coletazos; pero fue sustituido por el poder de los mercaderes de ilusiones y hemos terminado todos siendo ilusos; conformes en votar de vez en cuando y en comprar muchas cosas.

El Arte ha vuelto a ocupar su sitio.

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